sábado, 13 de marzo de 2010

Dios, rico en misericordia (Lc 15,1-3.11-32)

Semana IV del Tiempo de Cuaresma - 14 de marzo de 2010

Las tres “parábolas de la misericordia” –la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo- se agrupan en este capítulo XV de Lucas, porque tienen en común revelarnos la alegría que se produce en el cielo –se entiende en Dios- por la conversión de un pecador. Las dos primeras tienen una conclusión que resulta incomprensible a la lógica humana: “Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión” (Lc 15,7.10). Es la lógica divina que consiste en la misericordia y la gratuidad. En la parábola del hijo pródigo, que leemos en este IV Domingo de Cuaresma, la conclusión, repetida a modo de estribillo, insiste en lo mismo: “Celebremos una fiesta, porque este hijo mio (este hermano tuyo) estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15,24.32).

Para comprender la misericordia divina es necesario haberla experimentado. San Pablo, que la experimentó abundantemente, la reconoce admirado: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo –por gracia habéis sido salvados- y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús” (Ef 2,4-6). Este proceder de Dios con los “muertos a causa del pecado” se explica porque él es “rico en misericordia”. Pero él nos mostró “la sobreabundante riqueza de su gracia en Cristo Jesús” (Ef 2,8). El Evangelio de hoy nos ofrece esa muestra. Allí está expresada esta verdad no en una formulación general, como hace San Pablo, sino de manera viva, en el proceder de Jesús, y de manera dramatizada, en sus parábolas. Por eso es importante observar la circunstancia en que expone estas parábolas.

“Todos los publicanos y pecadores se acercaban a él para oírlo, y los fariseos y escribas murmuraban diciendo: ‘Éste acoge a los pecadores y come con ellos’”. ¡Bendita murmuración que nos describe tan exactamente la conducta de Jesús! ¿Quién no se siente consolado al escuchar, de boca de sus opositores, que él “acoge a los pecadores”?. Cada uno conoce su pecado y sabe que, si Jesús no acogiera a los pecadores, estaríamos irremediablemente perdidos. El Evangelio dice que “todos” los publicamos y pecadores se acercaban a Jesús. El evangelista incurre en esta aparente exageración para insinuar que “todos” somos pecadores y necesitados de salvación: “Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios” (Rom 3,23).

En la parábola del hijo pródigo es evidente que el hijo menor ha pecado contra el padre y lo reconoce: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti”. Este es el caso de los publicanos y pecadores que se acercaban a Jesús. El hijo mayor, en cambio, no se reconoce pecador: “Jamás dejé de cumplir una orden tuya”. Él critica al padre que acoge al hermano pecador; él está en la situación de los fariseos que murmuran contra Jesús. Esta es la actitud que San Pablo se reprocha de haber tenido antes de su encuentro con Cristo: “En cuanto a la ley, fariseo... en cuanto a la justicia de la ley, intachable” (Fil 3,5.6). Pero, después que experimentó la misericordia de Dios, considera esa conducta anterior y se define “el primero de los pecadores” (1Tim 1,15). En este sentido el hermano mayor es más pecador que el menor. En efecto, éste con su conversión da al padre más alegría que aquél con su cumplimiento. Ese cumplimiento se revela calculador, frío y carente de amor hacia el padre. El cumplimiento solo no salva, sólo “el amor cubre multitud de pecados” (1Pet 4,8).


Autor: Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo Residencial de Santa María de Los Angeles (Chile)

Fuente: ACI Prensa

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