¿Cómo orientar bien la propia vida? ¿Cómo encontrar la luz necesaria para el camino? ¿Cómo distinguir, en el tumulto de mil voces discordantes, esa meta que da sentido a la propia vida?
En muchas ocasiones el corazón se plantea preguntas esenciales. La vida, con su marcha incontenible, puede encerrarnos en cosas pequeñas, inmediatas, pasajeras. El café necesita azúcar. Hay que conseguir gas para la cocina. Mañana vendrá el técnico para arreglar (esperamos) un cortocircuito.
Más allá de esas contingencias, sentimos el anhelo de algo mucho más grande, más noble, más bello; algo que sea definitivo, que dé sentido pleno a los actos buenos y que denuncie la maldad y la injusticia.
¿Quién nos guiará? ¿Hay respuestas claras y completas? ¿O sólo podemos contentarnos con luces frágiles que sirven para dar el próximo paso pero no permiten ver más allá de un horizonte provisional y siempre mudable?
A lo largo de los siglos, poetas y filósofos, artistas y soñadores, profetas y líderes del espíritu, han ofrecido respuestas más profundas. No todas pueden ser verdaderas, porque no caben en armonía afirmaciones tan opuestas como las de Marx o las de Buda, las de Nietzsche o las de Mahoma, las de Bentham o las de Séneca.
Si tuviésemos acceso a un auténtico maestro, si encontrásemos un hombre bueno que enseñase verdades eternas, si el cielo rompiese sus silencios para dejar entrever los deseos del Dios que hizo el sol y las estrellas...
Como el profeta, gritamos al Dios que parece guardar silencio: “¡Ah, si rompieses los cielos y descendieses...!” (Is 63,19).
Pero luego, con algo de vergüenza, confesamos la injusticia de ese grito. Porque podemos reconocer que Dios ya habló, que se hizo cercano, que caminó entre nuestros polvos y nuestras amapolas, que bebió en nuestros pozos, que hizo fiesta en los banquetes de bodas.
Sí: ya vino el Mesías, ya nos habló el Hijo muy amado del Padre, ya apareció esa luz que necesitábamos para nuestros pasos. “La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9).
Todo, entonces, empieza a ocupar su lugar y a tener sentido. Basta (es fácil, si vemos lo mucho que nos ama) con que nuestros actos tengan a Cristo como testigo y compañero (cf. san Máximo de Turín, Sermón 73). Basta con dejar las obras de la carne para acoger ese susurro que nos suplica: “Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo” (Ef 5,14).
Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
En muchas ocasiones el corazón se plantea preguntas esenciales. La vida, con su marcha incontenible, puede encerrarnos en cosas pequeñas, inmediatas, pasajeras. El café necesita azúcar. Hay que conseguir gas para la cocina. Mañana vendrá el técnico para arreglar (esperamos) un cortocircuito.
Más allá de esas contingencias, sentimos el anhelo de algo mucho más grande, más noble, más bello; algo que sea definitivo, que dé sentido pleno a los actos buenos y que denuncie la maldad y la injusticia.
¿Quién nos guiará? ¿Hay respuestas claras y completas? ¿O sólo podemos contentarnos con luces frágiles que sirven para dar el próximo paso pero no permiten ver más allá de un horizonte provisional y siempre mudable?
A lo largo de los siglos, poetas y filósofos, artistas y soñadores, profetas y líderes del espíritu, han ofrecido respuestas más profundas. No todas pueden ser verdaderas, porque no caben en armonía afirmaciones tan opuestas como las de Marx o las de Buda, las de Nietzsche o las de Mahoma, las de Bentham o las de Séneca.
Si tuviésemos acceso a un auténtico maestro, si encontrásemos un hombre bueno que enseñase verdades eternas, si el cielo rompiese sus silencios para dejar entrever los deseos del Dios que hizo el sol y las estrellas...
Como el profeta, gritamos al Dios que parece guardar silencio: “¡Ah, si rompieses los cielos y descendieses...!” (Is 63,19).
Pero luego, con algo de vergüenza, confesamos la injusticia de ese grito. Porque podemos reconocer que Dios ya habló, que se hizo cercano, que caminó entre nuestros polvos y nuestras amapolas, que bebió en nuestros pozos, que hizo fiesta en los banquetes de bodas.
Sí: ya vino el Mesías, ya nos habló el Hijo muy amado del Padre, ya apareció esa luz que necesitábamos para nuestros pasos. “La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn 1,9).
Todo, entonces, empieza a ocupar su lugar y a tener sentido. Basta (es fácil, si vemos lo mucho que nos ama) con que nuestros actos tengan a Cristo como testigo y compañero (cf. san Máximo de Turín, Sermón 73). Basta con dejar las obras de la carne para acoger ese susurro que nos suplica: “Despierta tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo” (Ef 5,14).
Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
No hay comentarios:
Publicar un comentario